Cuando nuestros antepasados pisaron las tierras del sur de Anzoátegui, no se imaginaban que ese sería su hogar por siempre, el de ellos y todas sus generaciones.
Florentino llegó primero adonde le decían, un pueblo luego de un gran lago, pero este joven emprendedor comenzó a notar como su corazón lo impulsaba a ir a otras tierras—; ¿Qué hay aquí? —preguntó un día mirando un mapa del país. —Monte y culebra —le respondió uno de sus compañeros. —¿Has ido hasta esta parte del país? —Claro que no. —¿Cómo aseguras entonces que eso es lo que hay? —lo cuestionó mirando el oriente del mapa. —No sé, mijo, tal vez porque eso es lo que todos dicen. —Iré —sentenció. Y así fue que, una semana después había reunido todo lo que tenía, lo cual consistía en un saco con cuatro trapos y el poco dinero que había ganado, Florentino emprendió su nuevo viaje, llegando al oriente notó la poca gente que iba y venía parándose junto a lo que parecía una choza, espero que alguien saliera de entre las telas de la entrada, como nadie lo hacía entró. —¡Buenas! —¿Y tu quién eres? —le gritaron desde la penumbra. —Florentino, ¿y quién es usted? —no sabía a quien le hablaba pero la voz pertenecía a alguien mayor. —La dueña de la casa a la que acabas de entrar sin permiso —le soltó—, ¿qué haces aquí? —Quería saber cómo se llama este sitio y dónde puedo trabajar. —Otro más —murmuró la mujer, el espacio era tan pequeño que su voz se oyó claramente.
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